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Camino a los Goya (I). La no-nominada: Los abrazos rotos o el caprichoso mundo del Cine

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abrazos

(Por Idir Mesian)

Casi con cada estreno en España de una película de Almodóvar se repite la misma historia. Con excepción de Volver, las últimas cinco cintas del director han sido recibidas en un primer momento de manera muy tibia o, como en el caso que nos ocupa de Los abrazos rotos, directamente vapuleadas. Tras ello, pasan a ser ignoradas y poco a poco, lo que en un principio parecían crímenes contra el cine, resulta que se acaban convirtiendo en cintas de referencia.

Tampoco se trata, por el contrario, de hacer de cada nuevo proyecto del director un capítulo para una futura hagiografía. Incluso el propio Mateo Blanco que encarna el siempre eficaz Lluís Homar sería capaz de ver que las carencias más importantes de Los abrazos rotos están en el guión y el montaje (amén de la interpretación de Tamar Novas, el único actor con relevancia que desequilibra el conjunto). Sin embargo, muy ciego hay que estar para concluir que aun con todas esas deficiencias se lastra el resultado final de la película, que retoma el tono de La mala educación y se atreve a ir un paso más allá.

Aunque ambas cintas comparten muchísimas similitudes: una mezcla de géneros sobre una base melodramática, la irrupción del noir en el desarrollo de la historia, el metalenguaje cinematográfico empleado, recursos de estilo similares…Hay una diferencia fundamental entre ellas: mientras que en La mala educación todo funciona a través de una simbiosis entre el cine y la vida, en Los abrazos rotos Almodóvar radicaliza su discurso y, en la misma sintonía que Arrebato – del recientemente fallecido Iván Zulueta –, el cine se convierte en el motor de la vida y acaba por fagocitar a todos los protagonistas, lo que se refleja de manera más extrema en la muerte de Lena (Penélope Cruz) y Mateo y la “resurrección” de este último.

Para ello plantea una estructura narrativa más compleja y con muchas más lecturas de lo que un principio se puede apreciar que refuerza con un estilo igual de reconocible que siempre, pero cada vez más depurado y perfeccionista en la composición de planos del que se sirve para dejar dos momentos que perdurarán y que resumen claramente el homenaje al cine como medio para reflejar la vida que Almodóvar ha pretendido hacer: la intromisión de Lena con la lectora de labios y, sobre todo, el abrazo final a la pantalla en la que pasa cuadro a cuadro la imagen del último beso entre Lena y Mateo con el que se crea una perfecta sinestesia entre tacto y gusto, los dos sentidos más ligados a la pasión, la principal constante en todo el cine de Almodóvar, y que da paso a la famosa declaración de principios con la que se cierra la película.


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